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El Concilio Vaticano II y el Catecismo

La década de los años sesenta determina un nuevo escenario en el mundo contemporáneo. Los avances de la técnica modifican las costumbres más arraigadas de las culturas. Los nuevos recursos económicos marcan la distancia entre los países desarrollados y subdesarrollados.

La Iglesia carece de las herramientas necesarias para la transmisión de la fe en este nuevo contexto. Juan XXIII (1881-1963), de modo profético, convoca un Concilio. Por primera vez no tendrá como finalidad la condena de alguna herejía, sino la profunda revisión de la identidad eclesial.

Cuatro años de intenso trabajo permiten una de las mayores transformaciones de la historia en un grupo humano. Hacia su interior, se recupera la centralidad del bautismo como vínculo con la Iglesia, lo que devuelve el protagonismo a los laicos. La nueva comprensión de la figura de los obispos, señala la importancia de la Iglesia no sólo como universal, sino cercana a los contextos culturales e históricos.

Hacia el exterior, la Iglesia reconoce la presencia de Dios en todo lo creado: la ciencia, la cultura, los avances... Esto permite un diálogo. El mundo se comprende desde su autonomía. La Iglesia le presta su servicio como «Experta en humanidad»

La Iglesia su muestra como «sacramento», signo visible de Dios hacia el que dirige sus pasos. Ofrece a Cristo como la respuesta a los interrogantes más profundos de la persona. Se inaugura un nuevo tiempo que invita a hacer de la propia vida un credo que pueda ser leído por otros.

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El catecismo holandés

Concluido el Vaticano II se abre un nuevo periodo rico en reflexión y con la responsabilidad y el reto de traducir en acciones concretas los nuevos planteamientos emanados del Concilio.

Se multiplican los congresos catequéticos y los foros de reflexión para la evangelización. Uno de sus exponentes más significativos es el famoso Catecismo holandés fruto de las reflexiones de la Iglesia holandesa.

Más allá de aquellos puntos que doctrinalmente podían resultar controvertidos y que incluso fueron objeto de advertencias por parte de Roma, destaca en este texto el estilo literario que asume una estrategia narrativa para conectar con los interrogantes existenciales de la persona y tratar de ofrecer luz en sus discernimientos.

Prima, por este motivo, la perspectiva antropológica frente a la más técnica de la filosofía y la teología. Una obra que muestra el deseo de que Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo (GS 1).

Al igual que sugiriera la perspectiva del Vaticano II, Cristo y a través de él la Trinidad, se muestran como el sentido final de los esfuerzos y la búsqueda de todo lo humano.

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La nueva evangelización

Como si de un ritmo cíclico se tratara, los escenarios parecen repetirse. En los primeros siglos de la Iglesia la multiplicidad de religiones exige un anuncio de lo originalmente cristiano.

En la Reforma, se diversifican las sensibilidades cristianas y la separación del catolicismo, el luteranismo, el calvinismo... exige meditar sobre lo que es original y lo que forma parte de la identidad de la Iglesia.

En la actualidad, el escenario de la globalización, la íntima relación entre países, culturas, religiones propiciada por los medios de comunicación, permite contrastar la fe experimentada con otras manifestaciones. Este diálogo constante suscita interrogantes y requiere la meditación en relación con la propia identidad.

La Iglesia afronta este reto con una compromiso orientado a la «nueva evangelización», la formación de los creyentes para que sean capaces de «dar razón de la esperanza» (1 Pe 3,15) y el anuncio a los no creyentes de que el Dios de Jesucristo es la respuesta a sus búsquedas.

La Iglesia articula los aprendizajes de la historia. Como en Trento, un nuevo catecismo universal (1992); como en el descubrimiento del Nuevo Mundo, la necesidad de contextualizar ese mensaje ante las distintas expresiones culturales. En su espíritu, la recomendación de que el texto sea inspirador de la composición de catecismos locales, diocesanos, regionales, que sean capaces de responder a las tradiciones y claves culturales de cada contexto.