La vida de Agustín de Hipona (354-430) es un icono de la experiencia del creyente. Su vasta formación no fue capaz de satisfacer sus búsquedas desde la mera intelectualidad, tampoco el disfrute de los placeres mundanos en su etapa de juventud: el sinsentido y la crisis fueron anticipo de un encuentro con la fe que al fin le otorgó las respuestas ansiadas.
Su vida se desarrolla en un periodo histórico que determina el futuro de Occidente. Agustín es testigo del Edicto de Tesalónica por el que Teodosio decreta que el cristianismo sea la religión oficial del Imperio romano. Lo que por una parte permite la extensión de la fe católica, se convierte en un reto ante el peligro de que esta oficialidad rebaje el nivel de exigencia de la fe y la confusión con prácticas culturales.
Los catecismos permiten delimitar la identidad de la fe frente al paganismo, el gnosticismo, el pelagianismo, o el arrianismo, signos visibles de las deformaciones a las que puede ser sometido el catolicismo.
En ese escenario, sus obras sugieren la necesidad de que la Iglesia diversifique su mensaje según las posibilidades del oyente: en primer lugar por su formación y cultura, en segundo por su sensibilidad espiritual. Se trata de dos sabidurías diferentes, la del mundo y la de la fe que constituyen el reto del cuidado pastoral de la Iglesia.
La generalización del bautismo de niños restará el protagonismo a este tipo de iniciativas. En siglos posteriores, la recopilación de preguntas y respuestas sobre la fe, atribuida a Alcuino (s. VIII), Los Cinco Septenarios de Hugo de san Víctor (s. XII), o los comentarios de Santo Tomás al Credo y el Padrenuestro manifiestan la necesidad de repensar la fe que nunca puede darse por evidente.