Con el testimonio de sus vidas y la eficacia de sus obras, los jesuitas fueron ganando el prestigio y la autoridad de los nativos, y con el tiempo fueron reconocidos como hombres sabios y en ocasiones también santos. Ejemplo y testimonio de todo ello son las Relaciones que los misioneros escribieron, edonde narraban y describían lo que veían.
De especial valor es la primera de ellas: Relation de la Nouvelle-France, de ses terres, natural du païs et de ses habitants; ítem du voyage des Pères jésuites… Faicte par le P. Pierre Biard, Grenoblois, de la Compagnie de Jésus… A Lyon MDCXVI compuesta por uno de los primeros jesuitas en pisar el suelo de Nueva Francia (Monumenta NF I, 459-637).
Los misioneros también fueron prolíficos escritores. Además de las recién citadas Relaciones, nos han llegado miles de cartas cuidadosa y científicamente editadas por Lucien Campeau, SJ, en los nueve volúmenes de la serie Monumenta Novae Franciae (en Monumenta Historica Societatis Iesu, Roma-Quebec-Montreal, 1967-2003). Muchas de estas cartas iban dirigidas a Francia; allí se copiaban y se leían en iglesias, comunidades y conventos. Así, otros grupos religiosos como las Agustinas de Dieppe, alentadas por el padre Le Jeune, decidieron abrir una comunidad en Quebec y levantaron el primer hospital de la ciudad en 1639. Por esos mismos años, las Ursulinas inauguraban una escuela para la educación de los hijos de colonos e indios de la ciudad.
Pero los jesuitas tenían claro su propósito; anunciar el Evangelio y a Jesucristo. Y en la vocación del discípulo está la misma suerte de su Señor: “quien quiera ser discípulo mío, que cargue con su cruz y me siga” o “quien pierda su vida por mí, la ganará” (Mt 16,24-25).
La implicación pastoral y cultural de los jesuitas con dos comunidades de indígenas, los algonquinos y los hurones, los convertía automáticamente en enemigos de sus enemigos. Los iroqueses, armados y apoyados militarmente por los holandeses, entraron en crueles enfrentamientos con los hurones, y los padres de la Compañía se vieron implicados en conflictos.
A lo largo de poco más de siete años, desde el 29 de septiembre de 1642 hasta el 8 de diciembre de 1649, ocho jesuitas perdieron la vida a manos de los iroqueses: René Goupil, Isaac Jogues, Jean de Lalande, Antoine Daniel, Jean de Brébeuf, Gabriel Lalemant, Charles Garnier y Noel Chabanel.
A pesar de todo, los jesuitas siguieron avanzando hacia el Oeste, adentrándose en el continente más allá de los grandes lagos. Su espíritu explorador y misionero confluyeron en la persona de Jacques Marquette (1637-1675) y sus incursiones en el río Misisipi. Desde París, el cardenal Richelieu animaba a los jesuitas a misionar en las Antillas francesas y a final del siglo XVII la Provincia de Francia tenía misioneros en Tailandia, China, sur de la India y en Vietnam. Durante los años precedentes a la supresión, alrededor de 2.300 misioneros franceses habían entregado sus vidas en las misiones.
La labor realizada por los jesuitas franceses desde su llegada a Nueva Francia permanece en la memoria del cristianismo como una de las grandes empresas misioneras y de evangelización en la historia de la Compañía de Jesús y de la Iglesia. La planificación estratégica del gobierno, la inteligencia práctica de los misioneros y una vocación centrada en Cristo entendida desde el espíritu de los Ejercicios espirituales fueron tres de los elementos que garantizaron el desarrollo de una misión comprometida y arriesgada.